En el barrio judío de Praga
En el barrio judío de
Praga, al norte de la Ciudad Vieja, cerca de donde se encuentra la maravillosa
estatua de Kafka en que un hombre enorme sin cabeza lleva al cuello a un
pequeño Kafka completo, vivía Lenka con su madre.
El departamento
daba—como en tantos edificios de Europa central—a un corredor con pisos de
mosaicos cuyos dibujos divertidos en blanco y azul cerúleo combinaban a la
perfección con los herrajes de los grandes balcones que desembocaban al patio común.
Macetas tupidas de todo tipo de plantas suculentas, begonias, malvones y
geranios aportaban vida a esos espacios compartidos cuya techumbre consistía en
una galería alta con columnas de hierro ornamentado, en donde de vez en cuando
trepaba alguna planta que en invierno desaparecía por completo. Mirando hacia arriba se veía el cielo, un espacio abierto y cuadrado que en primavera y otoño era
una bendición para todos los sentidos, pero en verano y sobre todo en invierno,
devenía en caldera o heladera respectivamente.
En el edificio de
cinco pisos sin ascensor vivía también un hombre, Milenko, que significando
“querido”, no era amado por nadie. Era invisible, ignorado, y él lo sabía; le
dolía, pero no podía hacer nada al respecto. Ya había intentado ser apreciado y
por algún factor inexplicable, ese ser dotado de gran paz y belleza interior,
era despreciado por el resto.
Milenko tenía muchísimo
pelo ya canoso, tez cetrina y ojos de ese azul grisáceo tan frecuente en los
checos. Sus dedos estaban deformados por el trabajo rudo de albañil que ya
había dejado hacía unos años por causa de una incipiente artritis y la edad. Vivía en
dos ambientes no muy amplios, en uno de los departamentos más baratos del
edificio, y la única mirada hacia el afuera era la puerta de doble hoja que
daba a la galería común y una ventanita simpática, alta y escueta que era lo
único pintoresco que poseía su cocina de uno por dos.
Lenka habitaba uno de
los departamentos grandes que daban a la calle, con dos ventanales amplios desde
los cuales se veía gran parte de Josefov.
Ella siempre miraba hacia afuera y
soñaba con salir de ese lugar, aunque se sentía incapaz de generar cualquier
cambio por pequeño que fuese. Pensaba en su madre, en las gatas, en los
muebles, en sus rutinas. Todo la ataba al edificio del boulevard Parizská.
Lenka era dependiente del tranvía 17, del 18, de la cercanía con el cementerio en donde
estaban su padre y hermano, y hasta de la panadería a la que había ido siempre su
familia.
Milenko pasaba las
horas leyendo, iba una vez por semana al cementerio a poner una piedra sobre la
tumba de sus padres, regresaba caminando mientras era ignorado por todos y
cada uno, y hacía las compras para luego encerrarse en su oscuro departamento
a transcurrir sus días.
Lenka estaba aburrida.
Hablaba con su madre durante las comidas, pero no eran conversaciones sustanciales
sino superficiales sobre el cotidiano vivir, la limpieza, la compra… charlas
repetidas, escuetas, propias de una convivencia abúlica y prolongada.
Milenko se sentía
agradecido de tener un techo sobre su cabeza y comida en la mesa; por lo demás,
no tenía con quién hablar y eso le dolía profundamente. Se preguntaba qué podría haber hecho
él para recibir ese destrato cuando había sido amable siempre. Y cada vez que el dolor era demasiado grande, ponía un disco de Mendelssohn; en general, las
canciones sin palabras, como también el concierto para piano número veintitrés de
Mozart. Y en el alféizar del único ventanuco que su casa tenía, siempre había
una plantita preciosa y bien cuidada dando vida.
Ése era Milenko, aunque nadie lo amara.
Lenka vivía en el
mismo edificio que Milenko y nunca habían cruzado caminos. Ella soñaba en
silencio con un hombre como él, que la doblara en edad, que siendo protector y
fuerte, la protegiera de la crudeza del mundo, que gustara de la misma música
que ella, que tuviera muchas historias para contarle y careciera de las
urgencias de los hombres más jóvenes. Lenka era capaz de quedarse sola con tal
de no conformarse con un premio consuelo, como la mayoría hace.
Me gustaría contarles
que se conocieron y se amaron, que ella hizo una valija con lo imprescindible y se mudó al departamento de la ventanita escueta, o que ambos decidieron
dejar ese lugar para empezar un tiempo nuevo en un lugar también nuevo, quizás
fuera del barrio judío de Praga, tal vez en la campiña o aún más lejos. Pero
no, encerrados cada uno en su tristeza muda, caminaron siempre con la mirada
baja que evitó el encuentro en el mercado, en uno de los corredores del
edificio, en las escaleras, en el umbral de la puerta del edificio del boulevard Parizská.
Lenka y Milenko eran almas
gemelas; sin embargo, les faltó un Hollywood que los uniera.
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