La ducha vaginal
Dibujo de Raquel Barbieri
Elenita padecía de picazón e
inflamación en la vulva de manera crónica. Esta molestia se acrecentaba cuando
de vez en cuando lograba tener un contacto sexual, de manera que vivía
haciéndose baños de asiento, calientes e impregnados de un polvo mágico de un
laboratorio conocido.
La cuestión era que a
Elenita le parecía un desperdicio el uso de varios sobres del producto para que
rindieran dentro del bidet, puesto que el método para hacer entrar la solución
dentro de sus partes no era otra cosa sino producir un oleaje feroz, alternando
manos izquierda y derecha en forma sincronizada y acompasada, como la natación
sincronizada pero sólo de manos. Así, algo lograba.
Una mañana despertó con
inquietud y desasosiego. Encendió su computadora para buscar una ducha vaginal
con la cual llevar a cabo la empresa con éxito, y encontró un aparato extraño
que prometía la felicidad de la usuaria. Una amiga se lo compró en una farmacia
céntrica por avenida Córdoba, y entonces Elenita fue feliz y de tanta
felicidad, se olvidó la caja con la leyenda en mayúsculas de DUCHA VAGINAL
sobre el escritorio en donde recibía a sus clientes en la inmobiliaria. Así
desfilaron tres hombres que con prudencia miraron de soslayo la caja y no
hicieron mención alguna. Y cuando la jornada hubo terminado, Elenita vio la
caja indiscreta, grande y mersa como el aparato misterioso que la habitaba.
Sintió vergüenza. Imaginó lo
que sus clientes habrían pensado de ella, específicamente del estado de su
vagina indigna. Se sonrojó y evitó mirar la caja por tres días consecutivos
hasta que una tarde la vencieron la curiosidad y la necesidad. Abrió el cartón
y halló algo indescifrable: una bomba de goma que conectada a un caño plástico
y rústico color negro, se adentraba en un cuello de goma que unido a la nada,
parecía un artilugio sexual de satisfacción dudosa.
En la caja resonaba algo
más; era un anexo negro curvo, hecho de ese material rígido y con rebarbas.
Elenita no sabía en donde encajar cada pieza y así estuvo dos horas hasta que
armó un mamotreto enorme cuyo principio y fin no dejaban a las claras si era
para duchar una vagina o violar a una cabra.
No se atrevió a intentar
nada con su cuerpo y así lo dejó, armado e incólume.
Dos días más tarde, su amigo
Braulio encontró un tutorial en YouTube sobre cómo usar la ducha vaginal y con
esperanzas de que una mujer pudiera comprenderlo, le envió el enlace a la
frustrada Elenita, quien solamente logró vislumbrar una vulva peluda de una
morocha que explicaba en su lenguaje poco convencional, cómo sacar ventaja del
artilugio.
Lo único que se veía era el
pelo de la morena, de la cabeza y de sus partes pudendas, y las manos luchando
contra algo que asomaba, cuyo color semejaba a lo que Elenita había comprado,
pero era imposible ver el cómo. Así, desesperanzada por haber gastado
doscientos sesenta pesos en una porquería, miró la caja y encontró una
dirección de correo electrónico.
Escribió y al día siguiente,
un tal Horacio muy formal, le indicaba paso por paso lo que él habrá creído que
era una explicación académica. Elenita no entendió nada y volvió a escribir, y
esta vez le respondió un Mariano que amablemente explicó peor que Horacio cómo
se introducía esta mierda en la vagina. Siempre terminaban los correos con un
“Saludos cordiales”.
Ya enfurecida, Elenita
escribió pidiendo un gráfico con instrucciones, un dibujito precario, algo
preciso… y recibió respuesta de Andrés, quien con aires de condescendencia le
dijo qué hacer, y con esta última tercera y fallida intervención, Elenita dio
por terminada la aventura de la ducha vaginal—que continúa siendo un misterio
hasta hoy—y la metió en la bolsa de las cosas para dar a los pobres.
Dos meses más tarde, la
señora que recibiera la bolsa le dio las gracias por el juguete para el nietito…
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