Pigmalión y la puta de turno


Rosa, vestida de novia, con su piel cetrina y fría, con su flacura exacerbada por la falta de alimento y líquido, recién salida de la morgue, se presentó en la iglesia en donde supuestamente tenía que casarse ella con Edgardo... ella y no la otra, la que ahora estaba al lado de su amado novio a punto de dar el "Sí".

Rosa llevaba puesto un vestido hecho por ella misma, con sus propias manos cargadas de amor por ese hombre que ahora se casaba con una mujer totalmente distinta a ella. 
El vestido de Rosa tenía bordados, puntillas, detalles personales; era sencillo y sofisticado a la vez. Cada costura había sido dada pensando en la emoción que Edgardo le producía cuando hablaba, cuando comían juntos, cuando hacían el amor. Edgardo, su sueño hecho realidad.

La nueva mujer del ut supra mencionado era una rubia teñida más, una mina común y corriente que hablaba de temas triviales, sin sustancia al igual que ella. Se planchaba el pelo, usaba las uñas esculpidas, se maquillaba de más, tenía las tetas de silicona, pestañas postizas, poca inteligencia, nulo amor, poca vida interior, pero era lo que Edgardo quería en este momento playo de su existencia: una mujer que dijera a todo que sí, aunque por dentro lo mandara a la reverenda puta que lo parió; que le diera la razón en todo, que lo considerara un dios pagano: El sabio y la bestia. El sabio pontificando y la bestia admirando la sabiduría de su Pigmalión.

Rosa era auténtica; imperfecta pero auténtica al fin, le cayera bien o mal a Edgardo acostumbrado a las mujeres falsas. Rosa no poseía artificio alguno salvo la operación de la miopía. Ni siquiera se teñía el pelo, ni usaba uñas que no fueran propias, ni pestañas sintéticas, mucho menos siliconas. Ella era una mujer con sus inseguridades y todo, como toda persona que se acepte como tal, con sus vainas, con las vainas que ameritan cambios y con las que hay que dejar como están. 

La otra, la novia comprada que seguramente se llamaría con algún nombre absurdo, estaba representando un papel ante el altar; actuaba de novia enamorada cuando enamorada estaba del bienestar económico que le daría Edgardo, el pobre Edgardo que había dejado a la única mujer que lo amó por quien él era, argumentando incompatibilidad de caracteres y despreciándola en su devoción sincera. 

Pobre Edgardo y pobre Rosa. Pobre él al pensar que las oportunistas de turno lo querían por algo más que la saciedad de sus propias necesidades, pobre él por huir del amor verdadero, por necesitar dominar a una mujer con su intelecto, dinero y posición para hacerle sentir el poder. Pobre Rosa por no darse cuenta de que un hombre que necesita comprar a una mujer nunca debería ingresar en la vida de una que no se vende. Pobre ignorante esta Rosa, por pensar que con su amor puro y sus proyectos de vida juntos, podía conservar a su lado a este hombre inconstante.

Respiro profundamente porque aún me falta el aliento cuando recuerdo la imagen de Rosa muerta con su bebé en brazos entrando a la iglesia en donde Edgardo se casaba con la culona a quien había, por poco, que enseñarle las capitales de los países.

Rosa... estate tranquila, no lo llores... no lo merece. Un necio no merece las lágrimas de una mujer honesta, sino que lo sigan cagando una y otra vez las putas de turno, las refugiadas, las que mintieron violaciones, abuso y desencanto, las mentirosas que cargaron la mente y el alma de ese hombre que tomó el tren equivocado al pensar que él sólo valía por lo que podía pagar. 

Rosa, vete con tu niño muerto a otra dimensión, descansa, olvida a este hombre dormido. No lo juzgues ni lo maldigas; simplemente déjalo pagar su Karma y que un día se pregunte por qué no es feliz cuando pudo serlo contigo.
No vuelvas a la morgue, Rosa; no es ése tu lugar sino una dimensión en donde los Edgardos no existen o simplemente, no te interesan. 
Vete con tu niño, vale, con tu niño muerto, el hijo del implacable Edgardo que se cagó en tu tristeza, en tu amor y en tu pureza.
Rosa, no jodas más. 


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