La Ruelle de l'Ancien Chantier (crónicas de Québec)
Me perdí bajando por la calle Côte du Palais, exactamente al desembocar en el codo que forman la Rue du Saint-Vallier y el comienzo de la Rue des Vaisseaux du Roi. No sé por qué, pero ya no supe por cuál calle tomar y hasta las piedras que siempre me habían enamorado parecían en ese momento algo frío y triste. Me faltaba algo y no sabía qué. Sentí que un velo se me había quitado de los ojos y podía entonces ver lo que hay detrás de las fachadas, no solamente de las casas sino de los edificios públicos y, sobre todo, de la gente.
Me perturbó tal descubrimiento, al mismo tiempo que me fascinó porque
ahora no idealizaría más nada. Si había de amar, tendría que ser lo real y no la imagen proyectada de un sueño. Sí, algo así tendría que ser porque si no, no sé
cómo explicar el fenómeno acaecido aquel mediodía en que bajando con mi
bicicleta—era el mes de agosto, si mal no recuerdo—quedé azorada al ver todo
tan distinto.
Miré hacia un lado, hacia el otro, y decidí remontar mi camino por la Côte
du Palais, caminando y llevando la bici en mano porque la subida era demasiado
para la fuerza de mis piernas.
El desasosiego empezaba a manifestarse y cuando
entro en esos estados, prefiero desandar el camino y volver a empezar, a ver si
me ilumino. Hasta me pareció ver a mi madre pasando por allí y como tal cosa no era posible en el universo conocido, o era una señal de protección o los síntomas de una patología psiquiátrica.
Subí con cierto esfuerzo, resoplé porque me faltaba el aire, y volví a
montar en mi bicicleta amarilla al llegar a la cuadra anterior al Hotel
Dieu-de-Québec.
No recordaba a dónde quería o debía ir. Mi bicicleta, mi mochila y yo
estábamos impávidas delante de construcciones conocidas, transitadas y, sin
embargo, yo no sabía qué hacer. Decidí regresar a mi casa, tomar unos ricos mates
con mi gringo, contarle lo extraño de la situación, quizás reírnos de mis
distracciones, hacer el amor, comer, mirar una película y dormirnos abrazados
como siempre. Tal vez él me dijera con qué objetivo había yo salido a la calle ese mediodía.
Tomé esta vez por una calle angosta, la Rue Charlevoix, en contra mano
porque ni siquiera atiné a pensar que iba en sentido incorrecto. Nunca hacía
esas cosas, nunca hasta ese mediodía nublado de agosto—sí, era agosto porque
ahora que recuerdo, yo había pensado en el aniversario de la muerte de San
Martín—en fin, nunca pasa más de un auto cada tres minutos por la calle
Charlevoix, pero justo cuando yo estoy ofuscada, sin saber qué me pasa y por
qué olvido los sitios y los porqués, viene el camión de la basura y delante, un
coche y además una señora que va pasando a pie con su bebé y no hay espacio para que
yo siga adelante, a menos que pretenda chocar de frente con todo aquello.
Me detuve y no habiendo ancho suficiente para dar un giro, bajé de la bicicleta
y cambié de sentido, aunque para mi sorpresa, ya no estaba la Rue Côte du
Palais, ni los muros pétreos, ni era esa la calle: Estaba de frente a mi
pequeño estudio en la mansarda de la ruelle de l’Ancien Chantier y tenía las
llaves en la mano.
¿Cómo podía ser si hacía cinco años que no vivía más ahí, si ése
había sido mi departamento antes de juntarme con Yves y ahora vivíamos en una
casa sobre la Rue Sous-le-Fort? Me zumbaba la cabeza y sentía el cuerpo ligero,
como si existiera separado de mi mente.
Advertí que mi bici estaba
apoyada contra la pared del edificio y no era yo—creo—quien la había movido, y
el llavero que tenía en mi mano era uno que años atrás había perdido cuando los
asaltantes entraron a mi casita de Buenos Aires.
No entendí nada, pero abrí la
puerta principal y de memoria fui al tercer piso, a mi mansarda de treinta y
nueve metros cuadrados, el sitio que fuera testigo de una mansedumbre y entrega total de
mi persona, de un ostracismo que a muchos asustaría y que a mí me salvó de
sucumbir. Mi querida mansarda que decoré con mi ojo de escenógrafa, en donde
tomé largos baños y medité, mudé la piel y los pensamientos, me convertí en
otra, me morí y resucité. Todo eso sucedió en Québec en un pequeño estudio
sobre una calleja preciosa que sentiré propia toda mi vida. Todo eso pasó sin
que el gringo supiese que yo estaba viviendo a pocas cuadras de su casa.
Entré al departamento. La puerta estaba cerrada con llave… y esa llave
estaba en mi mano. Todo estaba distinto; nada quedaba de mi paso por ese sitio
amado en donde la nueva mujer había nacido. Entendí súbitamente que la vida me
enviaba el mensaje de que mi tiempo era ahora con Yves, un tiempo compartido,
un tiempo de a dos, de sanación, una vida de a dos con el amor de mi vida.
Nunca
bajé escaleras a tal velocidad, salvo cuando estudiaba en el Teatro Colón y
tenía veintipico de años. Tomé mi bici y pedaleé locamente hasta
la escalera próxima al funicular para llegar cuanto antes a la basse-ville, al
hogar, con él. Lo extrañaba más aún que durante el tiempo en que estuvimos
separados.
Gracias, ya entendí. No se trata de perfección ni de efectos
especiales sino de amores naturales, por una ciudad, por un hombre, por un
hombre y una ciudad, y una vez más... sucedió en Québec.
Comentarios