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Mostrando entradas de diciembre, 2010

Los entuertos de Eustaquia

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Eustaquia no sabe en dónde está parada, si es que está parada, porque hasta de eso mismo duda. Quizás esté acostada e imagine todo lo demás. Se siente desubicada con ese nombre que la marca cuando va a los conciertos de rock que le fascinan, ataviada con su indumentaria negra que provoca, dejando los hombros desnudos gracias a unos tajos hechos adrede a una remera semiajustada que le marca el busto de manera casi insultante y excitante.  Y ella va, con sus ojos delineados con lápiz negro y cargados de rimmel XXL que le hace el efecto de cortina más que de pestañas pobladas, y se abre paso con ese nombre que pega más con una monja de clausura del siglo XIX que con una mujer que rasga sus prendas para insinuar una sexualidad existente. Ella mira con ojos de gata amenazante, se pone a la defensiva y usa esa postura corporal que tienen los desconfiados, y con la mirada taladrante dice sin decir:  - Ni se te ocurra burlarte de mi nombre porque te castro acá mismo.  Y   avanza Eustaq

Las disertaciones de Bonita

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A nadie se le ocurrió jamás, ni a uno solo de los que la conocieron, darse cuenta de que Bonita era su nombre real, el que aparecía en el documento de identidad.  Y ella, que andaba por la vida prestando atención a todo lo que la rodeaba y era una gran observadora de causas sin remedio, siempre pensaba en que la gente necesita transformarle el nombre al otro de un modo u otro, salvo excepciones. A las Florencias se les dice Flor, Florcita, Floppy, pero Florencia, muy pocas veces. Pareciera que emitir el nombre completo es una afrenta, algo demasiado formal, o la demostración de un enojo o antipatía hacia la susodicha. ¿Por qué? Bonita era curiosa de los mecanismos de la mente humana. Ahora le había dado por los nombres, quizás porque el de ella era tan poco frecuente como su personalidad divertida, cálida y en momentos, desconcertante. ¿No puede ser que a uno sencillamente le guste el nombre de la persona? No.  No son así las reglas de la sociedad. Si queremos a alguien, lo tenemos

Anaïs

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Anaïs iba a llamarse Rosa, y antes, Aurelia. En algún momento de desacuerdos entre la madre, el padre, los abuelos y primos, amigos y todo aquél que quisiera opinar, la criaturita de Dios había pasado por muchos nombres de distintos orígenes y sonidos diversos. Dentro de las divagaciones estivales, también se pensó en llamarla Pétalo, pero la abuela paterna protestó a tiempo y fue escuchada. No toleraba que una nieta suya llevara uno de esos nombres hippies de la década del sesenta. ¿A quién se le ocurre llamar Pétalo a una bebé? Justamente al hijo de la dama que protestaba. La nuera volaba en su alfombra mágica mental imaginando a una hija suya con nombre telúrico: Eulalia, Rosenda, Cirila, Simona, Zoila... basta. Las abuelas armaron una trinchera impenetrable y ante ese muro de Berlín, nadie se atrevió a decir "esta boca es mía". Anaïs nació y aún no tenía nombre. En un mismo día se barajó la posibilidad de Rosa-María, Analía, Berenice, Azul, Ayelén, Denise y Vicenta.