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Mostrando entradas de diciembre, 2012

Ángela

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Ángela no era precisamente una mujer hermosa, ni siquiera lo suficientemente bonita como para detener el tránsito vehicular; sin embargo, alguna vez supo conocer la pasión de la mano de un hombre, y al decir alguna vez no me refiero al número uno sino a la experiencia amatoria, la pulsión humana de querer pegarse al otro y fundirse. Entonces, ella sí había conocido esa dicha, ese ascenso y la posterior caída cuando por diversas razones sus amores terminaban. 

Sor Francesca

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Desde la pila bautismal no dio pie con bola con los hombres. Francesca recibió accidentalmente del cura, un golpe en la frente porque una mosca molestó al sacerdote en el ojo izquierdo mientras le vertía el agua del bautizo a la pobre beba. En un acto reflejo le dio algo así como un manotazo y la pequeña flamante cristiana se largó a llorar desesperadamente. Y a partir del mal comienzo con el género masculino, todo se fue por esa canaleta, y cada vez que Francesca conocía a un chico, de un modo extrañísimo… todo se derrumbaba de la noche a la mañana. Entonces, ella pensaba que la próxima vez sería mejor, pero era peor, y si el muchacho en cuestión no era un neurótico sin remedio, resultaba ser un tarado que sólo hablaba del tamaño del pene de todo el mundo o se miraba el trasero en el espejo preguntando si no era lindo, cosa rara en un hombre heterosexual. Dejando entonces de lado a los neuróticos obsesivos, a los que tenían olor axilar, a los de la halitosis crónica, a los

Zoraida

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Era una mañana de mucha lluvia y viento, las ráfagas parecían arrasar con todo, y el ruido de las celosías de hierro que cerraban mal semejaba el sonido de una presencia fantasmagórica que bregaba por abrir las ventanas de cuajo y hacer volar todo el contenido de la casa de Zoraida. El gato estaba debajo de la cama, asustado, acurrucado en forma de ovillo, callado. El perro caminaba por toda la casa sufriendo y de vez en cuando emitía un gemido de temor hacia los truenos; Zoraida mientras tanto, sentada en su mecedora, pensaba en su vida. Es que a ella le encantaban las tormentas, las mañanas oscuras de cielos cerrados, el viento despiadado, el sonido de la tempestad. Dentro de esa tempestad externa, se encontraba a ella misma con sus temporales internos. No era que no le gustasen los días soleados; los disfrutaba normalmente , aunque parecían pertenecerles a las personas felices y no a ella.  Los días de Zoraida eran esos pocos durante el año en que parece que se viene e

Gregoria Farkas

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Gregoria era profesora en su país natal y amaba su trabajo que ejercía casi como un apostolado.  Había estudiado Geografía y enseñaba en dos colegios cercanos a su casa. Para llegar a uno, sólo tenía que caminar unos ochocientos metros por callecitas angostas muy pintorescas. Al otro iba en bicicleta y de regreso, hacía algunas compras que cargaba en el cestito. Siempre volvía cantando. Ése era uno de los deleites de Gregoria, el sentirse feliz en la seguridad de lo previsible, y su pueblo lo era. Se saludaban por la mañana y por la tarde, se ayudaban cuando era necesario, se veían en la iglesia cada domingo, no había delincuencia, bien como le gustaba vivir a Gregoria.  Hasta cuando había peleas, eran peleas dignas, y cuando se dejaban de saludar dos porque habían tenido sus cuestiones, todo el mundo observaba la indiferencia simulada de las partes cuando se cruzaban en algún sitio y se respetaban esos treinta años sin hablarse de Don Tal con Don Cual, como si ese silencio