Sor Francesca
Desde la pila bautismal no dio pie con bola con los hombres. Francesca recibió
accidentalmente del cura, un golpe en la frente porque una mosca molestó al
sacerdote en el ojo izquierdo mientras le vertía el agua del bautizo a la pobre
beba. En un acto reflejo le dio algo así como un manotazo y la pequeña flamante
cristiana se largó a llorar desesperadamente.
Y a partir del mal comienzo con el género masculino, todo se fue por esa
canaleta, y cada vez que Francesca conocía a un chico, de un modo extrañísimo…
todo se derrumbaba de la noche a la mañana. Entonces, ella pensaba que la
próxima vez sería mejor, pero era peor, y si el muchacho en cuestión no era un
neurótico sin remedio, resultaba ser un tarado que sólo hablaba del tamaño del
pene de todo el mundo o se miraba el trasero en el espejo preguntando si no era
lindo, cosa rara en un hombre heterosexual.
Dejando entonces de lado a los neuróticos obsesivos, a los que tenían
olor axilar, a los de la halitosis crónica, a los que se comían las
eses finales de las palabras y terminaban las frases con un "o sea", a los que les faltaban piezas dentarias fundamentales, a los que comían
ajo antes de encontrarse con ella, a los que dejaban expeler una flatulencia en
su presencia, a los ordinarios, a los pedantes, a los que no sabían ni quién es el presidente
de Uruguay, a aquéllos que inventaban historias para conquistarla y luego las
mentiras saltaban como pulgas, a los mujeriegos, a los gays a mitad de camino…
dejando de lado a todos los que por alguna u otra razón le causaban repulsión,
Francesca encontró a un hombre que la cautivó absolutamente, literalmente halló
a su príncipe azul y de ese color eran los ojos de él. Se fundieron en alma y cuerpo,
ella fue amada por su amado amante y entonces no le pidió nada más a la vida.
Un día, él partió de este mundo, y con él murieron las ganas de ella de
volver a enamorarse, pues se dio cuenta de que no iba a volver a sucederle; lo
sabía, lo intuía y raramente fallaban sus corazonadas. Francesca se conocía
tanto a sí misma, que no tenía que ir a averiguar por ahí ni ponerse a esperar
un cambio. Así que el día en que sintió profundamente que ya no quería mancillar su
cuerpo después de haber hecho el amor con su amado, ingresó al convento de
las Carmelitas en la zona norte de las
afueras de Buenos Aires.
Allí fue feliz los veinticinco años que vivió luego de la muerte de su
gran amor. En ese sitio se encontró en paz junto a otras mujeres que atravesaban
circunstancias similares, y con las incomprendidas por la sociedad trivial, con las
juzgadas sin conocerlas.
En ese preciso lugar conoció las virtudes de la vida monástica, el silencio, el trabajo metódico, el refectorio, el aroma puro del campo y la noche solitaria en su celda que tenía una ventana muy hermosa que daba a los jacarandás.
En ese preciso lugar conoció las virtudes de la vida monástica, el silencio, el trabajo metódico, el refectorio, el aroma puro del campo y la noche solitaria en su celda que tenía una ventana muy hermosa que daba a los jacarandás.
Comentarios
Besos
Jerónimo
Contrariamente a lo que algunos lectores creen, yo no hablo de mi vida en mis cuentos, pero aquí sí usé algunos elementos, como la paciencia que tuvo que tener ella para conocer al príncipe azul, y cuando al final lo tuvo, no le duró mucho a su lado.
Creo que está bueno después de haber estado con alguien a quien uno amó mucho, no dejarse tocar por nadie más.
Lo del convento es ficción, pero simboliza un retiro espiritual que a algunos nos hace falta.
Gracias y besos