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Mostrando entradas de noviembre, 2010

La primavera de Vera

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El otro día, cuando volvía entre extenuada, satisfecha y melancólica de dar una clase de canto, me encontré con Rodolfo y Vera en la puerta de mi casa. Venían a invitarme a tomar un helado. Saludé a mi perra, le abrí la puerta para que saliera a disfrutar de las plantas, dejé las cosas entre el perchero y el sofá, me cambié la sandalias altas por las bajitas y me fui con ellos a compartir un rato de vida. La vi tan linda a Vera, tan florecida, tan tocada por el rayo del amor correspondido. Cómo cambia la gente ante el amor y el desamor. Un rostro pasa del esplendor a la opaquez en cuestión de horas. Vera brilla y tiene miedo de que le dure poco y yo le digo que no tiene por qué durar poco si todo está tan bien entre ellos. Y se pasa de la opacidad al brillo también de un momento a otro, y las miradas son otras, y el cuerpo expele ese aroma entre hormonal y lleno de vida que puja por salir por cada poro. La energía es positiva y el mundo parece menos hostil, menos hosco y más amable.

Sara

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Sara iba sentada en el colectivo, en uno de esos asientos que a nadie más que a ella y a mí nos gustan, los que están ubicados de espaldas al conductor y de frente al resto de la humanidad que viaja con cara de nada. Mientras otros se marean y despotrican, Sara disfruta del viajar al revés y ver alejarse lo ya transitado, que es también un dejar atrás pero bien a conciencia, dando la cara, no escapando para hacer de cuenta de que ese pasado no sucedió. Ahora que sé qué le pasa a ella, entiendo por qué me gusta también viajar en ese asiento transgresor y a contramano, un sitio que descoloca y desprograma, que dobla las esquinas en otro sentido y empuja la espalda hacia atrás con cada frenada en lugar de echarte hacia adelante. Uno sube a un transporte y coloca su culo en donde puede, en donde no haya un vómito, una escupida, algo sospechoso y repulsivo. Pero hay gente que se ha confesado incapacitada para sentarse de espaldas al conductor, y me pregunto qué trauma tendrán, qué les

Loca

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La loca es tan sucia como hermosa, y vive escondida bajo su fachada maloliente  de mujer extraviada y alejada del mundo de los hombres buenos. Algunos la llaman "la loca de la vuelta", como si viviera a la vuelta de la casa de alguien. Otros dicen que es "la loca de la plaza", porque ella pasa muchas horas en ese lugar que parece regalarle una cuota de felicidad que nadie más puede comprender, a menos que transite una dimensión compatible con la de la desventurada. Casi todos se creen con más derecho que ella a estar en la plaza, planean formas de sacarla de ahí, piden que la vengan a buscar del Moyano, así la dopan y vive como una planta que no jode. Intentan espantarla como si fuera una mosca que merodea la zona del asado, una cucaracha en la sopa de un bar berreta, un bicho que se metió en el oído, una piedrita en el zapato. Y la tipa no se le acerca a nadie, no grita, no conversa, no pide y no brama. En algún momento de su día, la loca transita por el cua

Delirios

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Como parejas extraviadas mentalmente hay por doquier, y empiezan poniéndoles a los hijos nombres de cualquier cosa que se les cruce por la mente para terminar dejándolos olvidados en un supermercado, así fue como los padres de Delirios decidieron una noche primaveral, (previa al parto que traería a este mundo pintoresco y caótico a la nena) llamar a su hija Delirios. Como ambos se culpaban uno al otro de delirar a lo pavote, no encontraron mejor cosa que dejar por sentado y bajo firma legal, que se hacían cargo de otro delirio, aunque éste era un ser vivo que tuvo a su madre en trabajo de parto todo el día. Delirios creció sana y fuerte, porque ella era de una naturaleza especial y porque sus padres (delirantes) al no caer nunca demasiado en la realidad, vivían construyendo mundos paralelos en donde la podredumbre exterior no tenía cabida, y en cierta forma era mejor eso, que tener a Delirios mirando Crónica TV para saber cuántos muertos había en el día. Remedios y Milagros (herma

Elizabeth después

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La vida de Elizabeth se complicó por un grupo de cartas guardadas celosamente en un cofre bellísimo de madera de boj, taraceado con fragmentos finísimos de marfil y bronce, presumiblemente heredado de María, su madre que había muerto de sífilis. El hecho de las cartas fue dado a conocer por un cierto Lord que pagado por alguien más, se habría atrevido a revolver las habitaciones de la reina. Posiblemente, habría encontrado tales cartas en Edimburgo, en el cofre que llevaba grabadas las iniciales de ella. Esas cartas contenían datos demasiado comprometedores, además de documentos que incluían el certificado de matrimonio de Elizabeth con el monarca francés, esa unión malograda, realizada y consumada por culpa de aquella imposición de cuando aún ella tomaba de la teta de su madre.  No permitieron a Elizabeth permanecer junto a sus cartas impregnadas de aroma a flores, madera y recuerdos. Todo sería usado en su contra y ni siquiera tendría acceso a estas pruebas o a hablar en su propia