El hombre inasible
Un día gris de
mayo, cuando el hombre inasible se despertó y miró su cuarto como cada mañana,
en vez de ver sus muebles, su colcha, sus sábanas, la ropa de él y de su mujer
sobre la silla al lado de la cómoda… no vio más que el rostro de aquélla a la
que tiempo atrás le prometiera una cita que nunca cumplió.
No es que en
principio no hubiera pensado en ir y verla un ratito en un lugar neutral y
cumplir—digamos, en un café céntrico, ocupando una mesa al lado de la calle,
por si ella era una loca—es que en realidad no lo había entusiasmado nunca esa
cita, pero no supo decirle que no de algún modo, fuera ese modo elegante o no. Y
fue dilatándola, hasta hacerla desaparecer por omisión.
Sucede que ella
era tan amorosa y complaciente, tan llena de entusiasmo, que a él le daba pena infligirle
el ninguneo explícito; ninguneo que de todos modos llevó a cabo y fue peor,
porque acorde pasaba el tiempo y la cita no se producía, ella se daba cuenta de
que él nunca había querido ese encuentro y no entendía por qué alguien no
querría recibir un regalo por su cumpleaños y la presentación de un proyecto.
Casi pasado
un año desde que ella propusiera la cita, él se cerró más aún que antes para no
permitir entre ellos dos siquiera un diálogo sobre el clima o sobre algún tema
de interés mutuo. Todo él se cerró como un claustro (hacia ella, no hacia el resto
del mundo), y si se encontraban en alguna reunión, la saludaba apurado y ya de
inmediato, pasaba a darle la espalda. Ella lo notó. Cualquiera que tenga un mínimo
de percepción nota cuando alguien nos da la espalda a propósito, para no vernos,
para decirnos que no quiere tratarnos, o quizás fuese que realmente la ignoraba.
Ella quería
decirle: - No te preocupes. Ya me di cuenta hace bastante tiempo que no vamos a
vernos nunca a solas, que no podré darte mi regalo, que no te interesa hablar
conmigo. Te saludo igual, te quiero igual; sí, me ofende tu actitud hacia mí,
pero no quiero pelear con vos. Me niego. Necesito que seamos amigos, que me
trates mejor, que no me empujes con tu mano para que en la foto no salgamos pegados.
No me ofendas, hombre, que no he violado a nadie, que no te haría nada que no
quisieras que te haga. No me ofendas, querido, que yo te respeto y te aprecio, y
que tu mano sobre mi cuerpo nunca sería para hacerla a un costado sino para asirla.
Ella se dio
cuenta de que él le huía, y se preguntaba por qué, dado que se suele huir de quien
nos acosa, de quien nos ofende o nos maltrata, de quien manifiesta con su
comportamiento, una obsesión que amerita la huida; y ella no era nada de todo
eso, pero él todavía no la comprendía y tampoco aún la apreciaba tanto como
para pensar en lo que podría estar causándole a ella su ninguneo. A él, no le
importaba herirla porque ni siquiera se daba cuenta de que lo hacía, porque él
era bueno, y su daño no era hecho exprofeso.
Pero llegó
esa mañana gris de mayo, y al despertar, él vio distintas sus cosas, como todo
más chico y oscuro, y se dio cuenta de que había estado quedándose de más en
una vida que podía modificar—sino del todo—en parte; le faltaba algo, sí, le
faltaba ella que con su sonrisa le había siempre dado sus dos besos a la entrerriana,
preguntándole cómo estaba, no como una fórmula de cortesía sino porque ella
quería empezar un diálogo que él no había querido nunca seguir. A ella le
importaba cómo estaba él y hubiera escuchado con real interés cualquier
comentario o una anécdota.
Nunca la consideró
mujer sino hasta esa mañana de mayo, en que se sintió raro y pensó en por qué jamás
se hizo el tiempo para tomar un cafecito y escucharla. ¿Qué propuestas tendría?
¿Cómo saberlo, si no le preguntó ni de qué tema se trataba? ¿Y qué le habría
comprado?
Recién
empezó a importarle esa mañana de mayo, que ahora dudo y no sé si no fue junio.
Él salió de
su funda, de su vaina, y por primera vez sintió lo que ella había estado
sintiendo desde hacía un año.
Ilustro con una imagen de la película "Brief encounter" (Breve encuentro)
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