L’Homme-Rivière (crónicas de Québec)


Ella iba sola caminando por las calles del viejo Québec en dirección al conservatorio de música, cuando sorpresivamente prestó más atención de la acostumbrada a la escultura del hombre del río, un cuerpo de hierro que emergía a mitad de calle como si uno fuese a entrar a una casa y se topara con una presencia inmutable que no lo deja a uno entrar. 

Tantas veces había pasado apurada por la calle Félix-Antoine Savard, aunque salvo la felicidad de recorrer ese lugar tan querido, no había experimentado esto que le pasaba ahora: sentir que el hombre del río quería decirle algo y que el habla le estaba vedada o restringida; claro, siendo una escultura, cómo podría sacar su voz hacia afuera, cómo haría este hombre del río para transmitirle un mensaje de antaño, pero qué digo... siendo una obra de arte, un objeto bello pero objeto al fin, ¿cómo iba a emitir palabra? 
Ya me siento una loca al contarlo.

Ella se atrevió y le preguntó al hombre de hierro: - Est-ce que vous pouvez m'entendre? 
Se sintió ridícula por hablarle a un objeto inanimado, pero a la vez, a sabiendas de que los quebequenses no andan mirando lo que hace el otro, espetó: 
- Voulez-vous me parler? 
Claramente, se escuchó una voz áspera, como situada detrás de un muro que respondió: - Certainement, oui... 

Ella vio que el hombre del río estaba más grande que de costumbre, como si su imagen creciera a cada instante, porque no se trataba de algo fijo sino de una progresión. Él, mientras tanto, la abarcaba hasta cercarla y pegarla junto a él, hasta que ella, llamémosle "esa mujer", ya no podía moverse más por voluntad propia. Y era la sensación más placentera jamás sentida. 

El hombre la atrapó y ella sintió un amor antiguo, ya visto y vivido, lo reconoció, acarició la fría frente, le besó los párpados y en su estupidez actual de mujer moderna pensó en cómo podrían convivir siendo él de hierro y ella de carne y hueso.
Lo abrazó, inevitablemente besó los fríos labios del hombre del río y súbitamente aparecieron en una cabaña en la Malbaie, precisamente en Charlevoix, donde él y ella eran nuevamente dos personas que se amaban. 
Él salía a cortar leña, sonriendo, y ella dibujaba unos rostros a lápiz mientras sobre el fuego animado, una olla contenía algún manjar hogareño, posiblemente un pot-au-feu.




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