Breve encuentro
Siempre fui raro, en el mejor y en el peor sentido de la
palabra, y no era ahora cuando mejoraría alguno de los síntomas que me hacían
sentir esa extrañeza que a los otros parecía hacérseles evidente con solo
conversar conmigo un rato. Yo quise ser más convencional, pero mi naturaleza se
impuso y me rendí. Recuerdo que la primera vez que me sentí extraño, como
salido de mi propio cuerpo, fue hace veinte años, cuando terminé la carrera de
filosofía y nadie me felicitó. El hecho de no recibir siquiera un solo saludo
me inquietó, pero, aun así, no terminé de darme cuenta de que había algo mío que
provocaba sentimientos negativos en los demás.
Solía querer a mucha gente, a personas que hoy me son
indiferentes y a otras que odio. Ahora no siento amor por nadie. Me tildaron de
raro y decidí vivir acorde a la rareza; dediqué mi vida a incomodar al prójimo,
a hacer exactamente lo opuesto a lo que se esperase de mí, y le tomé el gusto.
Me convertí en el sujeto a quien los demás temen, que es mejor que ser el eslabón
débil del cual se ríen, por lo que también cambié de apariencia, conservando mi
estilo original, pero dándole un toque siniestro. Teñí mi pelo de negro, me
puse siete aretes en la oreja izquierda, me tatué un dragón en el brazo derecho,
y mi ropa pasó a ser indumentaria teatral. Yo me construí como personaje dentro
de una puesta en escena permanente en donde las pautas las marcaba yo mismo.
Con esta conducta, dejé de ver a la mayoría de las personas que había
frecuentado antes, y conocí a otras. Empecé a atraer a mujeres distintas, ya no
a las chicas tipo Heidi que me fastidiaban con su sola presencia; ahora, me
seguían las hembras, no las taradas. Y yo me aprovechaba de ello en cierta
forma porque ya que no tenía amigos, al menos me gustaba tener sexo con mujeres
desprejuiciadas.
Una de esas tardes en que salía a dar mis clases en la
universidad, una de las tantas tardes en las que tomaba Las Heras hacia el
centro, me sentí observado. Una vibración recorría mi lado izquierdo y me di
cuenta de que alguien estaba mirándome. Y ahí estaba ella, con su pelo
enmarañado y esos ojos… no sé describirlos sin caer en el error porque no son
fácilmente descriptibles; a ver, de un color indefinido y una intensidad
escalofriante. La miré y no pude sostener la mirada porque algo me hizo bajar
la cabeza ante ella.
Una idea oscura surgió en mi espíritu y comunicó a todo mi
cuerpo una sensación ingrata, semejante a la que se experimentaría al penetrar
en un subterráneo húmedo, asfixiante. No me pareció natural que aquellos ojos
hubieran empezado a examinarme entonces, en aquel instante. Recuerdo también
que en las dos horas que acababan de transcurrir no había cruzado una sola
palabra con aquella joven y que ni siquiera me había parecido necesario hacerlo.
Por el contrario, aquel silencio me producía cierto placer. Y en aquel momento
vi claramente la sinrazón, la fealdad del desenfreno que, sin amor, brutal e
impúdicamente, empieza, sin ningún preámbulo por el acto que corona el
verdadero amor.
La arrinconé contra la sucia pared de la galería desde la
cual emergió e hizo que me sintiera fagocitado e incómodo, por lo que decidí no
solamente besarla sino apretarla, hundirme en ella, comérmela hasta que sólo
quedara su jugo para así bebérmelo. Sí, en esa galería inmunda experimenté el
orgasmo más fuerte de mi vida, mientras moría.
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