Gregoria Samsa
Le adjudicaron el nombre Gregoria sin dudar un segundo, y sin darle la chance de otro nombre detrás, en caso de que ella quisiera portar algún otro más sofisticado y de sonido suave. No, qué va. Los padres de Gregoria le estamparon un cartel en su dormitorio de bebé, de dos metros de ancho por uno de alto, con letras de imprenta agresivas y chillonas contrastantes con el verde loro barranquero de la pared, un cartel hecho de goma eva y lentejuelas pegadas a la que te criaste, mersa de acá hasta Chipre, un flor de cartel que decía nada menos que
¡G R E G O R I A...
B I E N V E N I D A A E S T E V A L L E D E L Á G R I M A S!
Sí, eso mismo le pusieron y quedó ahí colgado, juntando tierra para siempre. El caso es que la chica ni siquiera pensaba en el cartel porque lo había visto desde su nacimiento y se le había hecho carne. No sé cómo explicarlo porque no es que Gregoria me haya parecido una demente, pero sí me pareció raro que ni siquiera se cuestionara la existencia y permanencia del cartel que ocupaba una de sus paredes por completo.
Ella fue siempre muy obediente, estudió, no protestó, no contradijo a nadie salvo en su interior, y en cuanto terminó sus estudios de bibliotecaria, entró a trabajar en un subsuelo para custodiar y mantener limpios los incunables.
Así pasó ella muchas horas de muchos días de muchos meses y un cuarto de siglo, enterrada viva en el sótano de la biblioteca, cuidando los tesoros intocables para los mortales corrientes. Y siguió viviendo con sus padres, entregándoles su salario todos los meses como ellos lo requerían severamente, no teniendo novio porque estaba convencida (por sus padres) de que era un espanto, y sintiéndose siempre muy triste, triste de vivir la vida de esa manera y no de otra que no se le ocurría cómo podría ser, pero que seguramente le quitaría esa sensación de ahogo que empezaba a hacerse insoportable.
Hasta que una noche decidió que al día siguiente dejaría la casa paterna para siempre. Miró el cartel de goma eva con lentejuelas descoloridas ya opacas, observó su escueta camita que parecía un canelón con frazada, y preparó una valija.
Cuando despertó, no pudo levantarse porque su cuerpo no le respondía, sentía un caparazón combado que le producía una especie de tortícolis, y para peor, le habían salido una gran cantidad de patitas cuya escasa fuerza y cortedad no alcanzaba para dar un envión y saltar de la cama...
Aterrada, se dio cuenta de que sus padres tenían planeado que repitiera el destino de Gregor Samsa... por eso le habían regalado el nombre de Gregoria.
Comentarios
La inercia de una vida anulada, incapaz de emprender el vuelo , un coleóptero con las alas encogidas.
Raquel, esta " metamorfosis que nos regalas es maravillosa.
Si Kafka te leyera.
Hermosa descripción del personaje.
Creo que el nombre ha estado muy acertado
Besos amiga-
Me gusta tanto Kafka, que no pude evitar meter un bocadillo.
Como ustedes (vos, Giselle, Jerónimo y algunos otros que me leen) saben, las vidas de las personas que gozan de menos momentos de privilegio, me interesan mucho más que las de las personas mimadas por la vida.
Besos y gracias, amiga :)
Besos
Jerónimo
Me llevaste de paseo por el mundo con tantas aventuras... pero Gregoria no podría escapar jamás de su destino kafkiano. Vos sabés que escribir historias con finales felices no son mi plato fuerte; sólo a veces me doy el lujo de hacer que todos coman perdices.
Quizás, si Gregoria se hubiera drogado, habría experimentado esos viajes al bosque de Sherwood, o con Robinson Crusoe... pero desde el subsuelo de la biblioteca.
Besos y gracias :)