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Breve encuentro

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Siempre fui raro, en el mejor y en el peor sentido de la palabra, y no era ahora cuando mejoraría alguno de los síntomas que me hacían sentir esa extrañeza que a los otros parecía hacérseles evidente con solo conversar conmigo un rato. Yo quise ser más convencional, pero mi naturaleza se impuso y me rendí. Recuerdo que la primera vez que me sentí extraño, como salido de mi propio cuerpo, fue hace veinte años, cuando terminé la carrera de filosofía y nadie me felicitó. El hecho de no recibir siquiera un solo saludo me inquietó, pero, aun así, no terminé de darme cuenta de que había algo mío que provocaba sentimientos negativos en los demás. Solía querer a mucha gente, a personas que hoy me son indiferentes y a otras que odio. Ahora no siento amor por nadie. Me tildaron de raro y decidí vivir acorde a la rareza; dediqué mi vida a incomodar al prójimo, a hacer exactamente lo opuesto a lo que se esperase de mí, y le tomé el gusto. Me convertí en el sujeto a quien los demás temen

El hombre inasible

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Un día gris de mayo, cuando el hombre inasible se despertó y miró su cuarto como cada mañana, en vez de ver sus muebles, su colcha, sus sábanas, la ropa de él y de su mujer sobre la silla al lado de la cómoda… no vio más que el rostro de aquélla a la que tiempo atrás le prometiera una cita que nunca cumplió. No es que en principio no hubiera pensado en ir y verla un ratito en un lugar neutral y cumplir—digamos, en un café céntrico, ocupando una mesa al lado de la calle, por si ella era una loca—es que en realidad no lo había entusiasmado nunca esa cita, pero no supo decirle que no de algún modo, fuera ese modo elegante o no. Y fue dilatándola, hasta hacerla desaparecer por omisión. Sucede que ella era tan amorosa y complaciente, tan llena de entusiasmo, que a él le daba pena infligirle el ninguneo explícito; ninguneo que de todos modos llevó a cabo y fue peor, porque acorde pasaba el tiempo y la cita no se producía, ella se daba cuenta de que él nunca había querido ese e

La mujer invisible

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No sé en qué momento me sucedió, pero ante sus ojos, ante los del único hombre que me ha interesado desde la muerte de mi marido, me he convertido en una mujer invisible. Nada en mí parece llamar su atención. Ni siquiera se comunica conmigo para odiarme, para quejarse de algo, para criticarme. Mis escritos, mis intentos fallidos de llamar su atención para llegar a conocernos más, mis miradas, de nada han servido, y siento que en cualquier momento podría sobrevenirnos la muerte y me quedaría sin el placer de haberlo tocado, besado, acariciado. Se me hace necesidad estar desnuda apretada a él, aunque sea una vez, aunque después solamente seamos amigos y nos una para siempre una mirada cómplice por haber hecho el amor y guardar el recuerdo, las imágenes táctiles, olfativas, gustativas, también las visuales y auditivas; todas las que emerjan del momento. Que nos quede también lo que pudo pasar por nuestras mentes en el momento de esa unión, lo que hayamos pensado y sentido, hacia

Karma

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Norma y Norman Bates se quedaron cortos en su historia psicótica. Bajo la apariencia de una pareja feliz, equilibrada y armoniosa, ellos dos, llamémosles David y Lena, brindaban un espectáculo de patetismo tan extremo que al verlos interactuar en público, me hizo sentir habitante de otro planeta.  O era yo la extraterrestre o lo serían ellos. Lo peor es que no podía comentarlo con nadie porque de un modo u otro, todos estábamos relacionados con esta suerte de pareja. Me acordé entonces del famoso pensamiento de Cortázar sobre el amor que nos parte al medio como un rayo, algo que no puede elegirse sino que sucede inevitablemente:  "Los he visto con horror" aludiendo a cómo ciertos hombres eligen a las mujeres para casarse sin amarlas. Sí, el horror del conformismo, de la falta de confianza en que el gran amor llegará--tarde o temprano--y no se busca ni persigue; mucho menos se compra. Y sí, ésos que eligen son los cobardes, porque los valientes se enamoran y corren

La Ruelle de l'Ancien Chantier (crónicas de Québec)

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Me perdí bajando por la calle Côte du Palais, exactamente al desembocar en el codo que forman la Rue du Saint-Vallier y el comienzo de la Rue des Vaisseaux du Roi. No sé por qué, pero ya no supe por cuál calle tomar y hasta las piedras que siempre me habían enamorado parecían en ese momento algo frío y triste. Me faltaba algo y no sabía qué. Sentí que un velo se me había quitado de los ojos y podía entonces ver lo que hay detrás de las fachadas, no solamente de las casas sino de los edificios públicos y, sobre todo, de la gente. Me perturbó tal descubrimiento, al mismo tiempo que me fascinó porque ahora no idealizaría más nada. Si había de amar, tendría que ser lo real y no la imagen proyectada de un sueño. Sí, algo así tendría que ser porque si no, no sé cómo explicar el fenómeno acaecido aquel mediodía en que bajando con mi bicicleta—era el mes de agosto, si mal no recuerdo—quedé azorada al ver todo tan distinto. Miré hacia un lado, hacia el otro, y decidí remontar mi camin

L’Homme-Rivière (crónicas de Québec)

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Ella iba sola caminando por las calles del viejo Québec en dirección al conservatorio de música, cuando sorpresivamente prestó más atención de la acostumbrada a la escultura del hombre del río, un cuerpo de hierro que emergía a mitad de calle como si uno fuese a entrar a una casa y se topara con una presencia inmutable que no lo deja a uno entrar.  Tantas veces había pasado apurada por la calle Félix-Antoine Savard, aunque salvo la felicidad de recorrer ese lugar tan querido, no había experimentado esto que le pasaba ahora: sentir que el hombre del río quería decirle algo y que el habla le estaba vedada o restringida; claro, siendo una escultura, cómo podría sacar su voz hacia afuera, cómo haría este hombre del río para transmitirle un mensaje de antaño, pero qué digo... siendo una obra de arte, un objeto bello pero objeto al fin, ¿cómo iba a emitir palabra?  Ya me siento una loca al contarlo. Ella se atrevió y le preguntó al hombre de hierro: - Est-ce que vous pouvez m'en

Pigmalión y la puta de turno

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Rosa, vestida de novia, con su piel cetrina y fría, con su flacura exacerbada por la falta de alimento y líquido, recién salida de la morgue, se presentó en la iglesia en donde supuestamente tenía que casarse ella con Edgardo... ella y no la otra, la que ahora estaba al lado de su amado novio a punto de dar el "Sí". Rosa llevaba puesto un vestido hecho por ella misma, con sus propias manos cargadas de amor por ese hombre que ahora se casaba con una mujer totalmente distinta a ella.  El vestido de Rosa tenía bordados, puntillas, detalles personales; era sencillo y sofisticado a la vez. Cada costura había sido dada pensando en la emoción que Edgardo le producía cuando hablaba, cuando comían juntos, cuando hacían el amor. Edgardo, su sueño hecho realidad. La nueva mujer del ut supra mencionado era una rubia teñida más, una mina común y corriente que hablaba de temas triviales, sin sustancia al igual que ella. Se planchaba el pelo, usaba las uñas esculpidas, se maquillab