El raro



Había pasado con mi perro muchas mañanas por la puerta de su casa desde el pasado noviembre, sin saber que él vivía allí. El único cantero de la cuadra que ha perdido forma y en donde los pastos están tan altos que es imposible ver qué se esconde debajo, es el de la casa del raro, del mismo hombre que me asustó hace un año cuando yo miraba una vidriera en la lencería que estaba cerrada en ese momento, cuando acercándoseme de una manera propia de un confianzudo o de un demente, me preguntó qué iba yo a comprarme. Luego de mi estupor inicial, me di cuenta de que a este hombre le faltaba una pieza para que la maquinaria mental le funcionara normalmente, pero aún teniendo en cuenta esta consideración, despiadadamente como suelo actuar cuando algo me molesta, le dije: - Voy a llamar al 911, esperando con esto espantar al abejorro baboso que me rodeaba y cuyo olor a rancio ofendía el espacio circundante, aunque muy lejos de la reacción que yo esperaba, me encontré con la respuesta más extraña: - Ya que va a llamar al 911, quiero hacer una queja por ruidos molestos… porque una vecina, que ahora le cuento bien (…). Lo interrumpí fastidiada porque yo estaba en uno de mis ratos libres mirando una vidriera con ganas de elegir bombachas para volver después cuando estuviera abierto, y la presencia intimidatoria del raro me hizo dejar de hacer lo que yo había ido a hacer. Tampoco llamé al 911 porque en plena avenida Beiró, yo podía salir corriendo y zafarme de este señor. 
Lo miré y de un solo vistazo vi su locura. De una edad casi incalculable, anda mínimamente en los sesenta y tantos muy mal llevados, con un pelo que fue rubio, ahora muy canoso y largo, con una naricita respingona que detesto en el género masculino fuera de la infancia, unos ojos azules redonditos cuya forma arruina totalmente el encanto del color, rodeados de anteojos raza John Lennon cruza con Harry Potter, una boina color entre caqui y caca en estado pringoso, unas bermudas de color indefinido y formato extraño, medias tres cuartos azul lavanda desteñido, zapatillas que alguna vez fueron blancas, una camisa que también en su origen supo ser prístina pero que ahora lleva la carga de la falta de baño del raro y de la carencia de lavado de ropa que para este hombre parece ser un tema irrelevante. 
Para hacer composé, un chalequito verde militar lleno de bolsillos y una cintita estilo corbatín cierran el paquete que yo denominé “el raro”.

Por su fisonomía, deduje que tenía que ser alemán, austríaco o danés, inclinando la balanza hacia lo primero desde el primer vistazo.

En aquella oportunidad de la lencería, tuve que irme abruptamente porque el raro me dijo que él iba a esperar media hora hasta que el negocio abriera porque necesitaba medias de nylon de mujer para poner de filtro en el lavarropas. Intentó explicarme el método y el por qué de no comprar el filtro del lavarropas y no lo dejé explicarse, pero él aprovechó para decirme: - Yo sé lo que son las medias de mujer… las medias- bombacha… alguna vez estuve con mujeres, no muchas… pero no vaya a creer que no sé.

A este punto, yo ya estaba arrepentida de haber traspuesto el umbral de mi casa, de haber osado salir a la calle, arrepentida de haber sido el objeto de atención de un hombre tan desagradable que parece un niño explorador que envejeció dentro de su atuendo que nunca más se quitó. Ésa es la sensación que me dio, del chico que creció dentro de un trajecito que en algún momento de su vida debe haber sido lógico dentro de un contexto de boy scouts, pero que ahora hace de coraza de una persona que ha perdido el sentido del paso del tiempo y la senda de la cordura.

Entonces regreso en mi relato a la mañana soleada en la que descubrí que esa casa enorme de dos lotes, con un jardín inmenso y arruinado, es la morada del raro de las medias- bombacha, del raro niño explorador envejecido perdido en algún campamento y abandonado entre los simios en medio de los cuales no pudo darse cuenta de que su humanidad requería de adaptación a los tiempos que iban corriendo y cambiando.

Esa mañana iba pasando por allí, cuando de repente veo al raro en calzoncillos asquerosos tipo suspensor color ocre que supieron ser blancos como todo lo demás, y con la boina calada como si durmiera con ella, cosa que ha de ser así, y con el chaleco de los bolsillos. Estaba tan entusiasmado hablando con un muchacho de unos veinticinco años a través de la verja, que por suerte ni me vio, y si me vio, el muchacho le fue mucho más atractivo que yo, cuestión que en este caso agradezco.

El joven le doraba la píldora, le decía al raro que con esa facha de Hemingway que tiene, seguro que habrá tenido arrastre, levante, tendales de mujeres en la vida. Me molestó su burla evidente, pero me quedé haciendo tiempo en el cantero de al lado con mi perro para escuchar algo más de esa conversación tan bizarra en que el niño explorador en calzones era adulado por un muchacho lindísimo con una facha de vivo bárbaro que me dio que pensar que estaba testeando cuándo el raro está  y cuándo no, quizás para robarle, o en el mejor de los casos, se me ocurrió que el flaco podría ser escritor y quizás tenga la costumbre de interrogar a la gente para usar sus vidas en alguna historia, lo mismo que hago yo pero en mi caso no es ex profeso sino que las historias surgen de las charlas no buscadas. En él, en el muchachito, escuché el tonito de quien se aprovecha de una carencia del otro lado, y el raro no lo notó porque estaba fascinado y porque como dije antes, no las tiene todas consigo en el cerebro. 
Ellos no se conocían de antes porque el raro le dijo: - Mi nombre es Hans, que en alemán significa Juan. – Yo me llamo Jorge, respondió el muchacho que dudo mucho que se llame así por su edad. Tal vez si estuviésemos en otro país de Latinoamérica o en España, lo creería más posible, pero en Argentina, nadie en su veintena se llama Jorge. Los Jorges argentinos más jóvenes pisaron los cincuenta hace rato y se fueron para arriba. Este chico tenía pinta de Axel, Alec, Sebas, Santi o Nico. De ningún modo era un Jorge; Jorge debe llamarse el padre del pibe y se lo dijo al niño explorador de los suspensores manchados con vaya uno a saber qué sustancia non sancta, para no dejar rastro real en la ilusión de un Hans perdido entre los simios y enredado en medias de nylon que no se sabe bien si son para solazarse en juegos sexuales consigo mismo, o si realmente son el filtro para un lavarropas que evidentemente nunca usó y que dudo que tenga...


(Esta historia es real)


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
No sólo el personaje descrito es "raro", sino que tu apreciación de la frecuencia de los nombres elegidos, según fecha de nacimiento, me parece raro. Es cierto que en esto hay modas: aparentemente en las últimas semanas aumentó vertiginosamente el nombre de Francisco, por razones obvias, pero que los Jorge son de hace unos 50 años, no se me ocurrió haberlo pensado. Aunque es cierto, no conozco Jorge alguno en mi entorno de chicos menores de 20 años y sí, proliferan los Santi. Volviendo a tu encuentro, el tipo descrito era realmente muy asqueroso y empecé a pensar que teniendo una casa en un gran terreno, cómo la habrá adquirido? Cómo habrá sido su vida antes de volverse un semi-simio, tendrá alguna profesión, habrá trabajado en un taller, una oficina o en el campo? Y cómo hace ahora para mantenerse, pagar las cuentas, comprar medias de nylon para filtro de una lavarropas (si es que existe), comida, eventualmente alguna medicina? Y en qué ocupará su tiempo? Todos misterios que difícilmente se develarán, ya que seguramente no tendrías interés ni ganas de comunicarte con este pobre energúmeno, cuyo pasado oculta tanto misterio.
Besos
Jerónimo
Raquel Barbieri ha dicho que…
Los nombres de pila se usan por épocas, siempre. Sólo una minoría de la población no se somete a la moda. Por esa razón hay muchos nombres repetidos entre los de una misma generación.

Ésta no es una época de Jorges, menos en Argentina. De hecho, tuve un solo compañero con ese nombre en la escuela primaria y nos sonaba raro. Lo que pasa es que su padre y su abuelo se llamaban así. En fin, en mis años de escuela, los nombres comunes eran Nicolás, Pablo, Diego, Germán, Santiago, Ignacio, José Ignacio, Juan Pablo, Hernán, Damián, Claudio, Marcelo, Fabio, Fabián, Mariano, Alejandro, Daniel, Martín (hice una lista mental de mis compañeritos) y en la secundaria, seguían esos mismos nombres, sumados a algún Gustavo, Federico y un Juan Marcos.
Mis compañeras y amigas eran casi todas Karina, Andrea, Alejandra, Marcela, María Fernanda, Nora, Mónica, Silvia, Virginia, Silvina, Silvana y Gabriela.

Mi hipótesis es que el raro vive del dinero que le quedó de los padres. No creo que haya trabajado. No sé si pagará los impuestos de esa casona siquiera, pero la casa de la esquina de la del raro (dos casas por medio) es la de Francisco Beiró, que conserva todo original incluídos los herrajes con la FB en el portón de la esquina y en el de entrada, y el gobierno de la ciudad les quitó la propiedad a los descendientes por no pagar los impuestos.
Espero que hagan un museo y no la tiren abajo porque es una joya arquitectónica en cuatro lotes de terreno.

Como paso todos los días, sé que el raro espía a través de una de las ventanas. No he visto ningún movimiento salvo el de aquel día hablando con el pseudo-Jorge... y yo no hablaría con el niño-explorador-simio bajo ningún concepto después de lo incómoda que me hizo sentir la vez de la lencería. Es más, si llego a verlo fuera de la casa, tomaré por otra calle.
Tiene aspecto de pervertido.

Besos

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