Perla

Perla paseaba al aire libre. Ir a lugares plagados de gente no era lo suyo. Las multitudes la ahogaban y tenía una marcada tendencia a la claustrofobia.
Las pocas veces que se encontraba sumándose al paseo multitudinario, se sentía como parte del ganado que va al matadero y no como alguien que supuestamente está paseando relajadamente, amén de que para poder pensar y encontrarse con ella misma, no eran el ruido y las compras sus mejores aliados.
Ella necesitaba echar viento a su cerebro superpoblado.

Perla amaba ir a los parques, ver patos y cisnes nadando en familia y pájaros cantando a viva voce aprovechando las franjas de vida aún en pie, como esa porción a cielo abierto sobre el parque de Perla...

Y ella tenía de todo en la vida menos la tranquilidad.
Había matado a su madre, y sin que nadie se diera cuenta. La muerta ya estaba muerta de antes porque nadie la reclamaba ni se preguntaba por su paradero. A veces, Perla padecía ciertos blancos en su mente y confundía la realidad con la fantasía. Durante esas manchas de la conciencia, pasaba de recordar los detalles del asesinato hasta la negación total del episodio; lapsos intermitentes en que su madre era una mera invención de su mente obsesa, una pobre desgraciada que jamás había sido parida, al menos en este mundo... y quizás entonces no sería Perla una asesina, qué bueno sería eso, volver a empezar, qué alivio no tener que cargar ese peso sobre la mente taladrante.
Pero Perla había nacido de un vientre femenino y alguien había sido o era su madre, probablemente la infeliz que yacía en el fondo del jardín a una profundidad casi indecorosa.

Y Perla alimentaba patos, gansos, pájaros y cada tanto, lloraba porque tenía un momento de cordura en el que era consciente de que había sido el matarife de la teta que la había alimentado y ni siquiera recordaba el por qué de nada.