Anémona


Anémona recibió ese nombre de su padre que era un naturalista renombrado, y de su madre que muerta en el parto, había expresado el deseo de llamar a su hija como a su flor favorita, cuya imagen delicada decoraba un plato antiguo que comprara en el mercado de las pulgas una tarde de sábado. 
El Doctor Narciso Fiore di Nardo, padre de la criatura, era un biólogo especializado en botánica y dentro de ésta, en las flores. Su esposa, la que al dar a luz pasó al otro mundo, se llamaba Marianela Sposito y no tenía nada que ver con las plantas, salvo que le gustaban hasta llegar al frenesí.
Anémona creció sin madre y con un padre enfrascado en su ciencia. Ella se pasaba las horas en medio de su parque privilegiado lleno de vida vegetal y animal. Allí, ningún ruido ensordecedor de la calle llegaba, ni se escuchaban gritos de madres retando a hijos, de maridos peleando con sus esposas o de esposas histéricas pegando portazos. No, nada de eso existía en el jardín de los Fiore, salvo el canto de los pájaros, algún ladrido esporádico de su perrito, el maullido de un gato que visitaba las inmediaciones, los sonidos casi inaudibles de los insectos. 
Allí sólo se veía un manto de césped de tonalidad verde veronés, tierra renegrida y fértil con aroma a tormenta, una huerta de especias aromáticas deliciosas, un cantero de anémonas ocupando la zona principal, otros canteros laterales con rosas, hortensias, flores de azúcar, prímulas, nardos, alelíes, pensamientos, alegrías del hogar, jazmines de distintas especies... puro aroma y color, una lluvia de contrastes mágicos que embelesaban a Anémona.
En un costado del parque, una casita de vidrio como la de Saint Louis, albergaba el cultivo de algunas orquídeas, flores tropicales, helechos y hasta había una pecera en medio de todo, otorgando a los peces la mejor vista del mundo.
Anémona siguió creciendo y su padre no notó que tenía que hacerla sociabilizar con otros niños, que su hija tenía que ir a una escuela como él mismo había hecho en su momento. Y la dejó comer en el parque junto a las flores, y beber de los bebederos para pájaros, y revolcarse entre las matas a gusto.
Anémona Fiore empezó a mimetizarse con las plantas, específicamente con las flores, pero ella no se daba cuenta, ni lo percibía su padre que habituado a ver flores todo el tiempo con y sin microscopio, y aletargado emocionalmente por la vida solitaria que los dos llevaban, ni se preocupó cuando la piel de Anémona se tornó verde y su pelo rizado se volvió violeta con algún matiz lila. 
Un día, el padre salió al parque a darle un beso a su hija, y no pudo reconocer entre tantas anémonas, cuál era la que él y la difunta Marianela Sposito habían traído al mundo.


Comentarios

Jerónimo ha dicho que…
Menos mal que Anémona no se mimetizó con algún insecto, porque entonces la hubiera podido comer un pajarito, de los tantos que pululaban en ese jardín magnífico. Así en cambio se posaban sobre ella las abejas para juntar miel y picaflores para libar su néctar, hacíéndose más útil que ser un pequeño agregado proteínico a la dieta de una calandria hambrienta.
Y el padre: bien, gracias!
Besos
Jerónimo
Raquel Barbieri ha dicho que…
Qué lindo comentario, Jero... y me dio risa porque venía todo tan poético, cuando de pronto aparece
"Y el padre: bien, gracias!"

Besos :)

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