Gerardo




Las historias sólo les suceden a quienes son capaces de contarlas.
-Paul Auster-

Gerardo leía en el subte, en el tren, en la plaza de su barrio cuando había un poco de sol, en la cama, tirado en el suelo, en cualquier parte en donde hubiese al menos un hilo de luz que permitiera a sus ojos descifrar el escrito. Era lo que se dice, un ávido lector, uno de ésos que no levantan la vista para ver qué pasa a su alrededor. El vivía enfrascado entre las hojas de alguna novela apasionante y sólo salía de ese estado cuando una mujer le atraía por el olfato, dado que rara vez alzaba la vista.
Lo que él no lograba, era escribir. Tanta lectura de años, tanto dominio del idioma y sin embargo, la musa parecía no aparecérsele ni aunque se bajara la botella de escocés que tenía en el bargueño. No había manera de que lograra pasar de los tres renglones, con suerte, y tampoco sabía contarles algo a los demás, aunque fuese una anécdota del colectivo, de la calle, del cine, y ni siquiera lo intentaba, ya que padecía de una cierta misantropía que lo acompañaba desde la adolescencia.
Gerardo era más vale alto, delgado aunque nada enjuto, castaño, con ojos azul oscuro, ese azul británico que no es obvio a primera vista pero que va haciéndose visible acorde uno fija la mirada en la persona y descubre que el azul es intenso aunque esté levemente mezclado con un gris oscuro, generando un violáceo no obvio ante algunos tipos de luz. Quizás los ojos de Gerardo fuesen como la personalidad de él, algo difícil de captar en sólo un encuentro. No era previsible ni vulgar; no digo con esto que la previsibilidad vaya de la mano de la vulgaridad, pero sí que es más fácil ser previsible que imprevisible y él no era fácil de entender ni de sobrellevar. Mucho ojo azul, mucha linda estampa, mucha lectura de calidad, pero Gerardo no era un hombre amable ni sensible al dolor ajeno. Mientras él leía, una madre podía estar pegándole a su hijo en el subte que él no levantaba la vista. Tampoco le daba el asiento a una embarazada ni a un anciano. No eran puntos de su interés. Ni siquiera veía a la otra gente, al trabajador con el bolso azul marino o negro que viaja parado desde Liniers hasta el centro y que antes de eso ya tomó otros transportes en donde viajó igualmente hacinado e ignorado por tipos como Gerardo.
Tantas personas se habían cruzado por su vida sin ser notadas, tantos besos se habían dado delante de su presencia cuando él andaba por algún capítulo de Crimen y Castigo, que ni había notado que el amor revoloteaba delante de sus narices como recordándole que estaba vivo, que no sólo de letras vive el hombre, y así, varias mujeres, algunas de ellas preciosas, otras meramente apetecibles y alguna fulera también, le habían demostrado un interés que jamás obtuvo reciprocidad. Ellas no podían competir con Madame Bovary, ni con Anna Karenina, Charlotte, Odette, Beatriz, ni con ambas Margaritas, la Gautier y la de Fausto, ni siquiera con las heroínas actuales de las novelas de misterio. Toda mujer real perdía el encanto en cuanto Gerardo mantenía una conversación de más de quince minutos con ellas. En seguida ya le parecían sosas, incultas, aburridas, demasiado verborrágicas, muy calladas, imperfectas. No merecían protagonizar ninguna novela que él apreciara; no existían en su mundo más que por un rato, un instante breve en que este hombre llegaba a enamorarse de una fragancia que irradiaba alguna mujer que pasaba y que hacía que él levantara esa cabeza acostumbrada a la postura opuesta. El aroma a jazmines mezclados con Fresia y melocotón, o gardenias con maderas de oriente, esa ola avasallante que despertaba sus deseos más primarios y el recuerdo de que sí, que le gustaban las mujeres y mucho, al punto de largar el libro y mirar con ojos de lobo a la dueña de tal fragancia, eran los únicos momentos en que Gerardo era un macho de su especie y no simplemente un ente lector.
Mientras una mujer no hablara y simplemente se quedara allí como una estampa, aún podía ser la protagonista de una novela de Dumas, Goethe, Dostoievski, Kafka o Chejov, aunque una vez que la fémina abría la boca, la mirada de Gerardo cambiaba, se tornaba más gris que azul, más fría, y su boca echaba el rictus hacia abajo produciendo un efecto desagradable en el labio inferior que hacía notar los dientes de abajo mientras los de arriba parecían condenados a ser tapados por ese labio superior tieso, rígido, despreciativo.
Los perfumes de las mujeres lo engañaban, hacían que él soñara con lo que no podía ser, lo provocaban para luego desencantarlo, y él, creyéndose equívocamente un hombre interesante, no era más que un infeliz que sí, era más que guapo, culto, con una voz de timbre grave y puro y una dicción deliciosa, pero con el alma completamente escindida del cuerpo y éste a su vez, del cerebro.
En sus adentros, Gerardo se preguntaba por qué nunca le pasaba nada interesante, apasionante, digno de llevarse de recuerdo de esta vida. Él quería vivir una historia digna de ser contada por un escritor admirado, una novela de mínimamente cuatrocientas páginas y de tapa ilustrada por algún artista de moda.
Bajó la mirada, tomó una revista literaria que estaba por tirar a la basura y por hábito la abrió al azar justo en la línea en la que decía “Las historias sólo les suceden a quienes son capaces de contarlas.”


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Este Gerardo debe haber sido uno de los tipos más cultos del mundo en cuanto a conocimientos literarios y uno de los más aburridos por su manía unilateral de lectura que lo enajenó del mundo real. Pero, quién sabe: a lo mejor en cualquier momento se le presentará una mujer, con perfume a jazmín y gardenia, tan lectora como él. Esa mujer tampoco pudo interesarse jamás por un hombre, al encontrar después de 15 minutos a todos los que se le presentaron, sosos e incultos. Pero a ella le encanta el perfume a sándalo y si Gerardo se aparece con este perfume, a lo mejor se miran, su gustan y a partir de entonces no hacen otra cosa que intercambiar información sobre autores y argumentos literarios, mientras caminan, realizan compras, comen, se duchan y hacen el amor, dejando unos minutos libres cada uno en las visitas diarias al inodoro, por una privacidad razonable, aunque al usar el bidet ya pueden reanudar la charla literaria. Así viven felices, el uno para la otra, de libro en libro, de texto en texto, de personaje en personaje.
Besos
Jerónimo
Raquel Barbieri ha dicho que…
Todo es posible, pero no cualquier mujer se metería con Gerardo... hay mucho trauma allí.
un beso

Entradas populares de este blog

Sor Constance

Breve encuentro

Pigmalión y la puta de turno