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Anémona

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Anémona recibió ese nombre de su padre que era un naturalista renombrado, y de su madre que muerta en el parto, había expresado el deseo de llamar a su hija como a su flor favorita, cuya imagen delicada decoraba un plato antiguo que comprara en el mercado de las pulgas una tarde de sábado.  El Doctor Narciso Fiore di Nardo, padre de la criatura, era un biólogo especializado en botánica y dentro de ésta, en las flores. Su esposa, la que al dar a luz pasó al otro mundo, se llamaba Marianela Sposito y no tenía nada que ver con las plantas, salvo que le gustaban hasta llegar al frenesí. Anémona creció sin madre y con un padre enfrascado en su ciencia. Ella se pasaba las horas en medio de su parque privilegiado lleno de vida vegetal y animal. Allí, ningún ruido ensordecedor de la calle llegaba, ni se escuchaban gritos de madres retando a hijos, de maridos peleando con sus esposas o de esposas histéricas pegando portazos. No, nada de eso existía en el jardín de los Fiore, salvo el ...

Gabriella

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Gabriella guarda un mechoncito de pelo de Stefan, dentro de un pequeño sobre de celofán, en su relicario. No lo lleva puesto cotidianamente, ni siempre lo mira o lo toca. Está en su estuche, guardado entre papel de seda prístino que conserva ese tesoro tan amado que ella no desea compartir con el mundo. Cuando tiene que salir a la calle a acometer empresas difíciles, a luchar con el entorno, a hacerse entender, a transitar espacios que no le son amables, Gabriella toma el relicario de Stefan y se lo cuelga del cuello perfumado que no se ha dejado besar por otro desde que él se fue. Pareciera que la fina pieza con el pelo de su Sansón dentro, le otorga a la portadora poderes especiales, una fuerza descomunal, un soplo de vida extra. Nada la detiene, porque algo de Stefan la acompaña; si no su presencia, al menos algo que él le regaló y que está en contacto con su piel, con la energía de su cuerpo. Gabriella regresa a su casa, se quita delicadamente el collar, le da un beso que es...

Eunice

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Odila teje, Naralia cose, Nicolasa borda y Eunice le arruina la vida a todas las previamente mencionadas. Ella se limita a aprovecharse del tejido de la primera, de la costura de la segunda, del bordado de la tercera y de los hombres de todas. Con sus malas artes, consigue que el novio eterno de Odila le compre cositas a escondidas, que el amante de Naralia la lleve a los mejores restaurantes de Buenos Aires, que el marido de Nicolasa le pase una mensualidad nada desdeñable por acostarse con ella dos jueves al mes. Odila teje al crochet, Naralia cose al bies, Nicolasa borda monogramas y Eunice sale a la calle a comprarse zapatos de diseñador, a almorzar comida gourmet, a comprarse perfumes importados, a señar una joya divina, a reírse de sus hermanas que quedan en la inmensa casa del barrio de Flores, ganándose la vida. Odila teje una tira larga de lana gruesa color caca, Naralia cose un saco de lienzo, Nicolasa borda unas letras sobre el saco. Llega Eunice cargada ...

Extraña

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Ella es extraña y no extraña nunca a nadie. Es el ser más desapegado que conocí en mi vida, aunque sería mejor caracterizarla como indiferente, lo cual sí es grave, mientras que el desapego puede llegar a ser sano. Ahí radica su mayor rasgo de extrañeza, en la apatía hacia los demás seres vivos, sean personas, perros, gatos u otras formas de vida.  Habita sola una casa grande poblada de grandes plantas que se cuidan solas por obra y gracia del espíritu santo, que no han visto una tijera de podar en su vida entera, que producen vida sin recibir nada a cambio por parte de ella, de la extraña. Lo peor es que la extraña es bella, sana de cuerpo, aunque de la mente no estoy tan segura. A veces me pregunto si se hace la excéntrica para llamar la atención, para no ser una más de la masa, o si realmente hay algo que le baila en el cerebro a la hora de ver la vida y tomar algunas decisiones. Quizás vea y sienta todo a la inversa, y le sea natural ese ostracismo que logró ahuyenta...

Croacia Kovacevic Malfitano

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Hija de un simpático verdulero croata y de una patética cantante de tango argentina, Croacia comenzó a dar sus primeros pasitos en el patio sucio de su casa estilo chorizo en el barrio de Villa Urquiza, en donde la tanguera y el muchacho de la lechuga nunca se dignaban a baldear como Dios manda, porque buenos eran, pero le daban poco al agua y al jabón. Entonces, la nena terminaba la jornada de caminata y caída, con las piernas y los brazos negros de mugre… y ella reía porque sus padres eran buenos y cariñosos. Croacia fue creciendo por fuera y por dentro, mientras sus padres empezaban a quedar relegados poquito a poco de su vida, no por desprecio de ella hacia ellos, sino por una falta total de intereses en común que fue provocando el distanciamiento. Mientras crecía, más parecía que Croacia pertenecía a otra familia. Empezó a observar a su padre, a escuchar lo que opinaba sobre las cosas, y se dio cuenta de que siempre había hablado de lo mismo: Los precios, la verdura, el mo...

Adagia vive

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Uno de esos tantos grises días pesados en la fábrica textil, Adagia cantaba para sus adentros algunas canciones que se sabía por la mitad. No sé tú, pero yo no dejo de pensar… ni un minuto me logro despojar… de tus besos, tus abrazos,  de lo bien que la pasamos la otra vez… y como acompañamiento, indefectiblemente tenía el ruido de las máquinas calando en su cerebro, un ruido que trascendía el poder de los tapones de silicona en los oídos… trátratratratra, trátratratratra, trátratratratra, trátratratratra… No sé tú, pero yo quisiera repetir el cansancio que me hiciste sentir… trátratratra, trátratratra, trátratratra… ese ruido, ese ruido durante años que iba dejándola sorda y a veces hasta idiota, y la vibración permanente, alterando desde sus vértebras hasta el sistema nervioso, causando efectos extraños que otra gente no podría comprender a menos que caminara en los zapatos de Adagia durante algún tiempo. Trátratratratra, trátratratratra, trátratratratra, trátratratratra…...

Adagia Ramos

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Desde las cuatro de la mañana en adelante, Adagia era un ir de acá para allá, primero dejando todos los desayunos de sus cinco hijos a medio preparar y las tazas dispuestas sobre el mantelito a cuadros limpísimo aunque viejito. Se preocupaba de dejarles siempre el almuerzo listo para ser recalentado al mediodía, y el café en el jarrito enlozado para su marido que no hacía otra cosa que estar acostado hasta las once y media para luego tirarse en el sofá destartalado a despotricar contra los noticieros, hablando solo, sin advertir vida a su alrededor, sin colaborar, simplemente ensuciando y emitiendo al mundo con su voz áspera, los improperios más desagradables que un idioma pueda tener, amén de algún eructo desproporcionado delante de los chicos, y sus acostumbradas flatulencias que sólo a él le hacían gracia.  Antes de que toda esta deprimente escena empezara, horas antes de que la chatura fuera tomando su forma cotidiana, Adagia ordenaba todo, se ponía un pañuelo inmacul...